No hay ser humano sobre la tierra que recuerde el profundo silencio que nos envuelve durante los meses de gestación en el seno materno y en los que además de alimentar nuestro cuerpo e incluso moldear nuestro espíritu, nos prepara para iniciar nuestra existencia individual cuando lo abandonamos. Ya durante la infancia ¿quién no recuerda los cuidados amorosos de nuestros padres ante un estado febril alarmante, una tos desbocada o las habituales visitas al pediatra para las vacunas, inyecciones u otros exámenes rutinarios? Lo normal entonces, era acudir al médico para poner remedio a esa brecha en la cabeza, producto de algún juego o de alguna riña colegial que en nada se parecía a la desatada violencia que hoy se sufre en algunos colegios y en las redes sociales. Seguíamos protegidos debido a nuestra aún fragilidad personal.
Sin embargo, en la etapa de nuestra juventud y madurez, pasamos a ser responsables de nuestra propia protección y de la formación de nuestra personalidad. Teníamos el privilegio de que si no aparecían enfermedades graves u otro tipo de incidencias, lo natural era que todas nuestras energías físicas y espirituales fluyeran en consonancia con las capacidades intelectuales y físicas que éramos capaces de desarrollar y cultivar.
Pero puede ocurrir que cuando la hora y el día de nuestro tiempo señalan el límite de nuestras fuerzas y energías que nos acompañaron durante los años de nuestra intensa actividad social y profesional, aparezca repentinamente una “enfermedad”, que afecte a nuestro cuerpo en fase ya del natural desgaste y envejecimiento por el transcurso del tiempo.
Lo cierto es que cuando eres conocedor de ella, un cáncer, por ejemplo, te encuentras tan desnudo como el día de tu nacimiento, con la diferencia de que tu mente ya es “consciente” y eres capaz de “decidir” cómo reaccionar ante esta inesperada adversidad: o lo haces con la serenidad que hayas fraguado a lo largo de tu vida, fortalecida y enriquecida por tus vivencias familiares, personales y espirituales atesoradas en el tiempo o con la desesperación y tristeza de quien solo ve la vida como quien atraviesa un puente sin rumbo y sin saber que hay al final de su camino…
Lo que sí se percibe cuando te enfrentas a un reto como ese, es que como señalaba el filósofo Romano Guardini en su ensayo “Las etapas de la vida” “las cosas y sucesos de la vida inmediata pierden su carácter de apremiantes. Va cediendo con la violencia que exigen que se le dediquen los pensamientos y la fuerza del sentir del corazón. Muchas cosas que a esa persona le parecían ser de la mayor importancia la pierden por completo, otras que había considerado insignificantes cobran seriedad y luminosidad. La distribución de pesos que se asignaba a unas cosas y otras se modifica, y se ven con claridad nuevos criterios de enjuiciamiento”.
Es entonces cuando la enfermedad te convierte en una fuente de sabiduría y en una razón más para seguir luchando con fe, tenacidad y confianza para caminar sin miedo y con esperanza por el puente de la vida, hasta cuando la misteriosa eternidad nos convierta en un nuevo nacimiento donde “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que les aman” (S.Pablo.1 Corintios 2:9)