
Parece que vivimos tiempos gloriosos para la creatividad. Tan gloriosos que ahora algunos iluminados han decidido que no basta con hablar andaluz: también hay que escribirlo tal cual suena, como si la ortografía fuera un accesorio opcional, de esos que uno se pone o se quita según le dé el aire de levante.
Así vemos proliferar por redes sociales, panfletos militantes y fanzines digitales todo un muestrario de «andalúz escrito». Con haches donde antes hubo eses, con vocales estiradas como chicles, con apóstrofos plantados al azar, como quien echa perejil en una olla sin saber muy bien para qué. El objetivo, nos dicen, es capturar «la verdadera esencia del pueblo». Maravilloso. No sé ustedes, pero yo, cada vez que veo un «ehtamos» o un «armah mía», siento que me brota el alma barroca… y el esguince cerebral.
Que no se me malinterprete: el andaluz es un tesoro. Nuestra forma de hablar tiene una riqueza que ya quisieran muchos: musicalidad, economía expresiva, una capacidad mágica para decir mucho con pocas sílabas. Pero la lengua escrita no es —nunca ha sido— un calco servil de la lengua hablada. Pretender lo contrario es como querer pintar una sevillana al óleo siguiendo sólo el ritmo del taconeo: lo que sale puede ser muy espontáneo, sí, pero también profundamente feo.
Además, detrás de esta moda del «andalúz» escrito hay una cosa muy curiosa: suele estar impulsada por gente que, casualmente, domina a la perfección la norma culta. Es decir, se puede permitir el lujo de «desescribir» sin consecuencias. Mientras tanto, los que de verdad han sufrido el estigma de hablar como hablan —los jornaleros, los abuelos del campo, los chavales de barrios olvidados— no tienen tiempo para estos experimentos lingüísticos: bastante tienen con que no se les rían en la cara cuando abren la boca.
Si de verdad queremos defender el andaluz, no hace falta montar este circo ortográfico. Lo que hay que hacer es exigir respeto para nuestras hablas en todos los registros: que un andaluz pueda presentar un telediario sin tener que «neutralizarse», que un niño en la escuela no se sienta menos inteligente porque pronuncie diferente, que el acento de aquí sea signo de identidad, no de mofa.
Pero claro, eso es más difícil. Escribir «ondevá mi arma» da más likes y exige mucho menos compromiso.
Así que adelante: sigamos deformando la ortografía, sigamos creyendo que escribir como hablamos es un acto revolucionario. Mientras tanto, la lengua, esa vieja sabia, nos mira con paciencia infinita… y, probablemente, se carcajea bajito, como sólo una lengua viva sabe hacerlo.