Pedro Padilla
Harry Crews es uno de los autores que podemos considerar buques insignias dentro del catálogo de Dirty Works. Hace un tiempo leí Desnudo en Garden Hills. Sufrí tal enamoramiento que no dudé en contactar con Dirty y pedirle que me recomendaran otros libros para profundizar en su obra. Me sugirieron Festín de Serpientes. Me sugirieron Coche. Y me hablaron de esta autobiografía un tanto peculiar que el propio Javier Lucini traduce.
La vida de Crews no es fácil. Nace en una pequeña aldea del Condado de Bacon, en Georgia. Apenas conoció a su padre. Fallece cuando el pequeño Crews tiene dos años de vida. Su madre, en un acto que tiene algo de bíblico, se casa con su cuñado, un alcohólico violento y peligroso.
Esta visión de sus primeros años de vida y su posterior paso por los marines en la guerra de Corea forjaría el alma de un escritor con el sello sureño de historias crudas y difíciles. La historia de Crews, pese a ser real, entronca con otras historias de ficción. No en vano, la dura vida más allá de las grandes urbes, en una América rústica que parece indemne al paso del tiempo, se ha convertido en todo un mito recurrente en la literatura y el arte norteamericano. Una expansión artística que nos ha brindado obras sin las que sería difícil comprender la propia cultura norteamericana. Son ejemplos Las uvas de la ira de John Steinbeck, Mientras Agonizo de William Faulkner, El poder del perro Thomas Savage o Los Cuentos de Flannery O´Connor. Un lugar común que entronca con voces contemporáneas como podrían ser las de Frank Bill, Chris Offutt, Donald Ray Pollock o Tom Franklin.
¿Por qué Una infancia se trata de una autobiografía un tanto peculiar? En primer lugar por su vocación territorial y temporal. Una infancia abarca apenas unos años de la infancia de Crews. Más allá de la experiencia vivida y su fascinación por las historias orales, que recuerdan, cómo no, a Gabriel García Márquez, apenas se esboza lo que será el futuro escritor. Pero, sobre todo, resulta sui generis porque es una historia genérica. A lo largo de sus páginas Crews narra su experiencia vital, pero hace hincapié en que la vida de aquel desgraciado y hambriento niño, que sobrevive a enfermedades a duras penas, que asume sus obligaciones en el campo, que emigra a la ciudad, que tiene sus primeros (y obligados) escarceos sexuales, que se relaciona con negros, que juega con los recursos que encuentra y que busca en un familiar una figura paterna ante la violencia de su padrastro, que dispara a su madre, no es más que la historia de tantos y tantos niños en aquella época y lugar. Cuando Crews habla de su vida no lo hace de sí mismo, por paradójico que pueda resultar; habla de todos aquellos niños que vivían en los estados sureños y que afrontaron cómo pudieron los duros años posteriores al crack del 29. Crews eleva la voz para gritar por todos ellos.