La Inglaterra de los libros: un viaje en tren por los paisajes de la literatura

Marco Polo Errante
Marco Polo Errante

Hace unas semanas, me embarqué en un viaje que llevaba años posponiendo, quizás porque los viajes que más ansiamos son aquellos que también nos intimidan un poco. No por lo complicado, sino por lo emocional. Me subí a un tren en Londres con destino final a Yorkshire, siguiendo no solo un itinerario geográfico, sino literario: el de las hermanas Brontë, Wordsworth, Austen, y otros gigantes que moldearon mi amor por la lectura cuando aún tenía más pelo que canas.

Viajar en tren por Inglaterra tiene algo casi ceremonial. No es rápido, no es especialmente barato, pero es un acto de pausa que se agradece en tiempos de pantallas y notificaciones. Uno se sienta, abre un libro —o simplemente mira por la ventana— y el país comienza a narrarse solo. El verde de los campos, las casas de ladrillo, las colinas que se recortan bajo nubes caprichosas: todo parece escrito antes de ser vivido.

Mi primera parada fue Haworth, en West Yorkshire, donde las Brontë escribieron novelas que parecen más grandes que las colinas que rodean su parsonage. Caminar por la llanura de los páramos, donde el viento sopla con la misma furia que en Cumbres Borrascosas, me hizo entender que la literatura no sólo se escribe con palabras, sino con clima, con aislamiento, con carácter. No hay Wi-Fi en esos campos, y francamente, mejor así. Allí uno se siente lector, pero también personaje. Una pequeña figura caminando entre la niebla de una historia que no se ha terminado de escribir.

Desde allí tomé el tren hacia el Distrito de los Lagos, donde Wordsworth escribió algunos de sus poemas más conocidos. La belleza del lugar es tan abrumadora que uno entiende por qué el poeta veía a la naturaleza como una especie de catedral personal. Me senté junto al lago Grasmere, y por un momento me quedé en silencio, sin libro, sin móvil. Solo yo, el agua y un par de patos indiferentes. Qué raro es hoy en día el silencio, y qué necesario.

La última parada fue Bath, territorio Austen. Aquí el viaje fue más mundano, más urbano, más social. Paseé por las calles de piedra donde Jane caminó con su cuaderno mental de observaciones humanas. Vi a turistas vestidos de época sacándose selfies, y aunque podría haber sido cínico al respecto, no lo fui. Todos buscamos conexión, aunque sea con un sombrero ridículo. Caminé por el Royal Crescent y pensé en Persuasión, una novela que no aprecié del todo a los veinte, pero que a los cuarenta me habla como un viejo amigo: con menos drama y más verdad.

Volví a casa con tierra en los zapatos, fotos en el móvil y libros marcados con servilletas de tren. Este viaje no fue una escapada, sino una forma de volver: a mis lecturas, a mi yo más joven, a esa versión mía que todavía cree que un buen libro puede cambiarte la vida.

Y quizás, todavía, lo hace.

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