
He recorrido más países de los que mi madre aprueba y dormido en más camas que santos hay en el calendario. Como filólogo, tengo la manía—o bendita costumbre—de mirar cada viaje como una historia. Pero no como una novela turística de folletos y postales, sino como un relato vivo, lleno de matices lingüísticos, olores, formas de mirar, silencios distintos al nuestro. En todo ese periplo, si algo he aprendido, es que elegir una buena guía de viajes no es un capricho de novato, sino una cuestión casi filosófica.
La mayoría de las guías turísticas—esas que se exhiben en los aeropuertos y librerías como pasaportes a lo exótico—se centran en monumentos, museos y horarios. Está bien. Hay que saber cuándo abre la Acrópolis y cómo llegar al MoMA sin perderse en el metro. Pero una guía que solo hable de piedras, aunque sean milenarias, es una guía coja. Y un viajero que se conforme con eso, camina con una venda cultural.
Una buena guía debería contarte cómo se toma el café en Palermo (y con qué actitud), qué se comenta en los mercados de Tánger, qué palabras no debes usar en una conversación casual en Tokio. Debería hablarte de lo que no sale en Instagram: las siestas de Lisboa, las contradicciones de Berlín, el modo en que un habitante de Hanoi cruza la calle sorteando motos como si bailara.
Porque viajar, amigos míos, no es coleccionar lugares sino conectar con formas de vida. No se trata solo de ir, sino de estar. Y para estar, necesitas contexto. Y el contexto no está en la columna dórica ni en la ficha técnica del castillo medieval, sino en la lengua que se habla en las casas, en la historia que se murmura en los bares, en la canción que se tararea mientras se barre una acera.
He tenido en las manos guías que me han hecho amar un país antes de pisarlo. Recuerdo una sobre Estambul que comenzaba explicando el significado de los nombres turcos y el uso ritual del té. Esa guía me preparó para entender no solo la ciudad, sino la gente. Porque si algo nos enseña la filología, es que las palabras construyen mundos, y un viaje sin palabras—sin comprensión—es solo una postal andante.
Así que, si vas a elegir una guía de viajes, no te fijes solo en los mapas y las fotos. Abre al azar una página y busca humanidad. Si no la encuentras, ciérrala. Que no te vendan monumentos sin alma. Porque el mundo, como los buenos libros, se descubre entre líneas.
Y como decimos en Sevilla, no es lo mismo ver que mirar. Pues bien, tampoco es lo mismo viajar que entender. Y la buena guía de viajes es, a veces, la diferencia.