
Cada vez me cuesta más encontrarme reflejada en la literatura que consumo. Y aunque la novela negra española del siglo XXI parecía prometer una renovación profunda —más feminista, más compleja, más consciente—, lo cierto es que muchas veces tropieza en los mismos lugares comunes de siempre. Uno de los mayores ejemplos de este retroceso, o más bien de esta farsa progresista, es la figura de Carmen Mola.
Cuando “ella” irrumpió en la escena literaria, se vendió como una escritora misteriosa, moderna y comprometida con las sombras más sórdidas del sistema. Lo que realmente resultó ser fue una treta editorial: tres hombres escribiendo bajo un pseudónimo femenino, haciendo pasar su mirada violenta, machista y tremendamente superficial por una voz femenina transgresora. No solo fue un engaño ético, sino también un síntoma de algo más profundo y preocupante: la apropiación del discurso feminista por parte del mercado para vender más libros, incluso si el contenido refuerza estereotipos y violencia simbólica.
La mujer en la novela negra española contemporánea suele ser víctima, vengadora o detective atormentada. No hay término medio. Se romantiza el trauma, se estetiza la violencia, y muchas veces se justifica la brutalidad con el viejo argumento de que “así es la realidad”. Pero ¿quién narra esa realidad? ¿Y desde dónde?
Carmen Mola, con su trilogía de Elena Blanco, nos da una falsa heroína: una inspectora torturada, alcohólica, sexualizada, con traumas que supuestamente le dan profundidad, pero que solo sirven como excusa para que los autores puedan explorar todo tipo de violencia sobre cuerpos femeninos bajo la coartada de “crítica social”. No hay verdadera empatía ni agencia en sus personajes femeninos. Hay morbo, espectáculo, y una visión inquietantemente misógina que se disfraza de modernidad.
Lo peor es que este tipo de narrativa eclipsa a autoras reales, con voz propia, que están intentando cambiar las reglas del juego desde dentro: Eva García Sáenz de Urturi, Rosa Ribas o Susana Rodríguez Lezaun, por mencionar solo algunas. Mujeres que escriben con rigor, que construyen personajes femeninos sin convertirlos en fetiches rotos o mártires sexualizados, que entienden que el feminismo en la novela negra no es una etiqueta, sino una práctica narrativa que exige responsabilidad.
El daño que ha hecho Carmen Mola no es solo una cuestión de marketing. Es un síntoma de cómo la industria literaria sigue funcionando: premia lo masculino disfrazado de femenino, lo reaccionario disfrazado de ruptura, lo violento disfrazado de denuncia. Y mientras tanto, muchas lectoras seguimos buscando personajes que no solo sobrevivan al crimen, sino también a los clichés.
Porque queremos leer novelas negras que no necesiten manosear el cuerpo de una mujer para generar tensión. Porque queremos voces auténticas, no marionetas. Porque no nos basta con tener protagonistas con nombre de mujer: exigimos que la mirada también lo sea.