La revolución de los ambrosios

Antonio Torquemada

Hace años había un anuncio en el que la reina de las Cayetanas, Isabel Preylser, le pedía a su mayordomo (Ambrosio) que repartiera los conocidos bombones en la fiesta del embajador. Una lucha de clases televisiva que hoy se ha trasladado al coronavirus.

Si hace no mucho, la izquierda se mofaba, burlaba y atacaba a los residentes del barrio de Salamanca por protestar contra las restricciones de movilidad impuesta por el gobierno de Pedro Sánchez; hoy clama en favor de los «ambrosios» de Carabanchel que protestan contra las medidas de Ayuso. Vamos, que la guerra de clases cayetanos / ambrosios sí se da en el día a día de la nueva normalidad.

Y con esa revolución, que grita en la Puerta del Sol «Nosotras trabajando, los ricos contagiando», la izquierda ha conseguido lo que buscaba. El axioma perfecto: el malo es el hombre rico, las buenas las mujeres trabajadoras (de los hombres trabajadores no se sabe nada, debe ser complejo para el discurso populista).

Así, han conseguido convertir el coronavirus en una enfermedad al servicio del rico y, por tanto, de la derecha. Que para la izquierda, capaz de hacer propia banderas universales, la derecha es sinónimo de empresario explotador; de ricos con servicio domestico; de cayetanos, al fin y al cabo. Unos cayetanos que propagan la enfermedad en los barrios más pobres de Madrid mientras disfrutan de terrazas y bares, haciendo que los trabajadores, como las abejas, propaguen el virus por sus casas y barrios.

Se olvidan de que el problema es mucho más profundo y que sí, es cierto, las enfermedades siempre afectan más a las zonas pobres. África es el claro ejemplo, donde enfermedades hoy olvidadas en Europa como el Sida o el cólera siguen matando millones de personas. Pero el problema no es el «rico».

El problema es que esas zonas han visto aumentado en mucho su población debido a la inmigración, no siempre legal, mientras los gobiernos del ayuntamiento, de todo signo, miraban hacia otro lado. No se querían ver los guetos que se creaban; las bolsas de pobreza que crecían en el extrarradio, cada vez menos Madrid y más «otra cosa», mezcla de lenguas, personas y culturas que compartían un punto común: trabajadores con bajo nivel cultural y económico, casi siempre sin formación especifica, y que se convertían, poco a poco, en «ambrosios»

Ambrosios al servicio de los ciudadanos de Madrid, a los que cuidan a sus hijos, limpian sus casas, sus calles, recogen sus basuras; Ambrosios que, como casi todos los ciudadanos de Madrid, llegan de todos los rincones del mundo. Madrid es un conglomerado de gentes que está muy lejos de lo que tratan de vender los políticos en una división antinatural e irreal.

Los cayetanos necesitan a los ambrosios tanto como los ambrosios a los cayetanos. Pero la izquierda mediática española necesita crear la separación. La misma que manda a los profesores a protestar en las comunidades no gobernadas por ellos; la que se reúne ahora para gritar «nosotras trabajando, los ricos contagiando», la que sabe como manipular a las masas.

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