
Cada primavera, Sevilla se convierte en el epicentro de una devoción que, desde mi mirada feminista, de izquierdas y profundamente crítica, resulta más un espectáculo de fervor exacerbado que un verdadero ejercicio espiritual. La Semana Santa, con todo su boato y dramatismo, nos sumerge en una escenografía que mezcla la superchería, la testosterona cofrade y la estética barroca con un tradicionalismo que muchas veces roza lo rancio.
No se trata de cuestionar la fe individual, que es legítima, íntima y libre. Lo que resulta problemático es cómo se convierte en un rito de masas donde lo sagrado se diluye entre mantillas, cirios y costaleros sudorosos que cargan imágenes como si se tratara de un acto de redención colectiva. Pero, ¿redención de qué? ¿Del machismo estructural de muchas hermandades? ¿De la homofobia soterrada? ¿De la elitización de la fe?
La Semana Santa sevillana no solo conserva, sino que refuerza las jerarquías más rancias: hombres que mandan, mujeres que adornan. Ellos cargan y dirigen; ellas, con suerte, caminan detrás, con peinetas y mirada baja. Algunas hermandades siguen vetando la entrada a mujeres costaleras como si la fe y la fuerza fueran atributos exclusivamente masculinos. Otras las admiten a regañadientes, en un gesto más simbólico que real. Y, mientras tanto, la ciudad entera se paraliza durante días, como si todo lo demás—los problemas sociales, el desempleo, la precariedad, la desigualdad—pudiera esperar mientras las imágenes “bailan” por las calles.
El discurso oficial nos repite que es una tradición, una manifestación cultural sin igual. Y es cierto: es única. Pero también lo es en su capacidad de disfrazar el inmovilismo como espiritualidad. El mismo pueblo que se desgarra ante un Cristo moreno o una Virgen dolorosa luego vota a partidos que niegan derechos, que se oponen a leyes de igualdad o que sostienen políticas excluyentes. ¿Qué tipo de fe es esa que no se traduce en justicia social?
Y luego está la comparación inevitable con la Feria de Abril. Si la Semana Santa es el teatro de lo sacro, la Feria es la apoteosis de lo profano. Pero ambas comparten una cosa: la escenificación. En la feria, la fiesta, el traje, la sevillana y el rebujito son parte de una coreografía social donde también se reproducen roles de género tradicionales, clases sociales invisibles y formas de exclusión. Las casetas privadas son solo la versión alegre de las hermandades cerradas: si no tienes el apellido, la amistad, el padrino, te quedas fuera. De nuevo, el pueblo mirando desde la barrera.
Así, Sevilla, que podría ser símbolo de resistencia y cultura popular, se queda muchas veces atrapada en sus propias máscaras: la del fervor y la del jolgorio. Y en ambas, lo que se pierde es lo esencial: la reflexión, el pensamiento crítico, la apertura. Porque ni la Semana Santa ni la Feria deberían ser dogmas. Deberían ser espacios para repensarnos, para transformar lo que somos, no para reforzar estructuras que ya están caducas.
Desde el feminismo y desde la izquierda, no podemos mirar hacia otro lado. Debemos preguntarnos qué estamos celebrando, por qué y a costa de quién. Porque la tradición que no se cuestiona es simplemente una costumbre vestida de dogma. Y los dogmas, como bien sabemos, han sido siempre las herramientas más eficaces del patriarcado.
¿Fe o folklore? ¿Devoción o espectáculo? ¿Identidad o fanatismo? Sevilla merece hacerse esas preguntas. Y nosotras también.
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