
Cada primavera, cuando el incienso se cuela entre los naranjos en flor y el redoble de tambor empieza a marcar el pulso de las ciudades, siento que algo antiguo, profundo y emocional se despierta en mí. Como andaluz nacido en Sevilla, la Semana Santa no es solo una celebración religiosa: es una vivencia que se graba en la piel. Pero fue al viajar por otros rincones de España cuando entendí que lo nuestro, siendo grandioso, es solo una parte de un mosaico riquísimo y diverso que merece ser celebrado.
La primera vez que me salí del guion sevillano fue en Zamora. Llegué casi por casualidad, con más curiosidad que expectativas. Lo que encontré fue un silencio sepulcral, roto apenas por el crujir de las andas sobre los hombros y el canto de corales masculinos que parecen venir de otro siglo. Nada de aplausos, ni vítores, ni flores a raudales. Sólo recogimiento. Me impactó profundamente. En Andalucía la pasión se vive con emoción desbordada; en Castilla, con una solemnidad que abruma. Ambas son igual de auténticas. Solo cambia el idioma emocional.
En Cuenca, asistí a la Procesión del Camino del Calvario —popularmente conocida como «las turbas»—. Aquello fue desconcertante y fascinante a partes iguales. Ver miles de personas riendo, gritando y tocando tambores en lo que parece un caos organizado puede parecer sacrílego al principio. Pero luego entiendes que es una representación teatralizada del escarnio a Jesús camino del Gólgota. Es ruido que denuncia el ruido del mundo. Otra forma de contar la misma historia, con una carga simbólica inmensa.
Y qué decir de la Semana Santa en Viveiro, en Galicia. Allí el protagonismo lo tienen las tallas, sí, pero también la humedad que lo empapa todo, dándole al conjunto un aire casi místico. No hay sol sevillano que se cuele entre los capirotes, pero hay una devoción callada, auténtica. Las procesiones transcurren entre la niebla y los tambores, creando una atmósfera que roza lo cinematográfico.
Volviendo al sur, me sorprendió gratamente la Semana Santa de Málaga, especialmente por la figura del «hombre de trono». Allí no se habla de «costaleros», y los tronos, auténticos colosos de madera y metal, caminan con un vaivén distinto, más pausado. Y luego está la tradición del legionario cantando «El Novio de la Muerte» al Cristo de la Buena Muerte. Polémico para algunos, pero innegablemente emotivo. La mezcla de religión y patria, tan española, tan discutida, tan real.
Como filólogo, me apasiona observar cómo la tradición oral, la música, los gestos y hasta el silencio conforman un lenguaje propio en cada ciudad. Como viajero, me conmueve ver cómo esa misma fe —más o menos institucionalizada, más o menos fervorosa— se expresa de maneras tan distintas. Y como hombre de 40 años, con cierta perspectiva vital, valoro más que nunca estas expresiones culturales que, con todos sus matices, siguen uniendo a generaciones.
La Semana Santa española no es uniforme, ni debe serlo. Es un caleidoscopio de emociones, credos, estéticas y sonidos. Desde la saeta desgarrada en una noche sevillana hasta el silencio helado de una madrugada castellana. Lo importante, creo yo, es entender que todas esas formas responden a una necesidad compartida: la de recordar, la de pertenecer, la de sentir.
Y ahí, amigos, está el milagro.
Bonito relato.