O cómo la literatura romántica abrió las puertas de la lectura a las mujeres

Por mucho tiempo, la cultura dominante ha querido burlarse de la literatura romántica, tachándola de superficial, cursi o incluso «menor». Pero hoy, como mujer joven, feminista y comprometida con una visión crítica de la historia, me parece urgente reivindicarla: la novela romántica del siglo XX fue una verdadera puerta de entrada para que miles, millones de mujeres accedieran al mundo de la lectura. Y eso fue —y sigue siendo— profundamente revolucionario.
Durante siglos, el saber, el arte y la literatura fueron monopolios masculinos. Las mujeres quedábamos relegadas a los márgenes, sin acceso a la educación formal, sin derecho a imaginar, a soñar o a narrar nuestras propias vidas. En ese contexto de exclusión sistemática, ¿qué significó que surgieran historias centradas en los deseos, las pasiones y las decisiones de las mujeres? Significó muchísimo. Aunque hoy, desde nuestras trincheras contemporáneas, podamos ver ciertos clichés o dinámicas de poder problemáticas en aquellas novelas, no podemos negar su papel de ruptura.
La literatura romántica del siglo XX —desde Jane Austen reeditada una y otra vez, hasta autoras como Barbara Cartland o Corín Tellado— ofrecía algo escandalosamente nuevo: protagonistas femeninas con voz propia. Mujeres que amaban, sí, pero también que elegían, que se equivocaban, que deseaban algo más allá del deber familiar o social. Leer esas historias fue, para muchas mujeres, la primera chispa de una imaginación emancipada. A veces, antes incluso de poder nombrar el feminismo, esas lectoras intuían en las páginas románticas una alternativa al destino que la sociedad les reservaba.
Y no es casual que la industria editorial de la época —dirigida principalmente por hombres— despreciara estas obras mientras se lucraba de ellas. La desvalorización de la novela romántica es, en el fondo, otra forma de misoginia: aquello que disfrutan las mujeres nunca puede ser verdaderamente «serio», ¿verdad? Se nos permite consumir cultura, pero si la cultura es nuestra, entonces automáticamente se devalúa.
Hoy, como feminista, no leo novelas románticas sin cuestionarlas. Pero tampoco sin agradecerles. Fueron el primer acceso a mundos internos más ricos, el primer permiso para soñar otras vidas. Y aunque ahora necesitemos más historias que amplíen y desafíen las representaciones de género, la deuda que tenemos con aquellas primeras novelas no puede ser borrada.
Reivindicar la literatura romántica no significa negar sus limitaciones; significa entenderla en su contexto: como un espacio de resistencia silenciosa en una época que quería mantenernos analfabetas de nuestros propios deseos. Leer fue, para muchas mujeres del siglo XX, el primer acto de desobediencia.
Y la desobediencia, ya sabemos, siempre fue el primer paso hacia la libertad.