Pedro Padilla
Me gustan los libros que tienen la capacidad de arañar al diamante. Libros en el que los personajes son puestos en situaciones al límite o directamente hechos sufrir hasta lo insostenible. Entre ellos y mi yo lector se produce un cruce de empatías, pero como regla general salgo indemne al daño. Libros como El diablo a todas horas de Donald Ray Pollock, Ánima de Wajdi Mouawad o No hay bestia tan feroz de Edward Bunker. Los personajes son perdedores o sus acciones los encaminan hacia el abismo.
El Verano en que Mi Madre tuvo los Ojos Verdes revierte la relación simpática. Sus personajes sufren, pero es el lector el que se asume el peso, el que sale malparado del transcurso de sus páginas.
El primer golpe es de carácter formal. La narración es lenta, áspera y plagada de metáforas de difícil encaje. Parecen transportarnos a una lectura poética, —al menos, de espinas poéticas—. El Verano cuenta con todos los elementos para que el lector acabe por odiarlo. Es incómodo, exige al lector, lo repele, lo engaña con promesas de lirismo, le quiebra el alma. Pese a ello, en mis manos (y ahora también en una cicatriz en mi corazón) tengo la 14ª edición. A los lectores nos gusta sufrir. No cabe duda.
Cabría pensar que la historia que cocina el sufrimiento de El Verano es una historia de enfermedad, de superación podría decir un alma cándida. El tema es el amor, el dolor que produce, el odio que genera.
Aleksy odia a su madre. Desea su muerte. Su universo orbita alrededor de este sentimiento tabú. Pese a la dificultad de empatizar con él y con la estructura de su universo de maldad, el gran mérito en el desarrollo de Tatiana Tibuleac es hacernos pasar por su aro, por comprenderlo, por asumir como nuestras sus razones. Y esto es muy complejo. El desarrollo psicológico es extraordinario. En la literatura contemporánea se producen pocos ejemplos comparables. Pienso en La Única Certeza de Donal Ryan. Cada obra tiene un encaje muy diferente, una forma de conseguir el dolor del lector de una manera muy alejada, pero ambas son efectivas.
El odio de Aleksy hacia su madre se quiebra. Lo hace en el momento en que descubre que padece una enfermedad terminal. El dolor se convierte en amor. Ambos cuentan con un último verano en que poder quererse como nunca lo hicieron. Un tiempo en el que despedirse.
Lo que podría resultar una historia sentimentalista, Tibuleac encuentre el tono necesario, las palabras adecuadas para hacerlo doloroso pero sin caer en lo fácil, en lo manido, en lo previsible; a pesar de que lo sea.
El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes es una obra extraordinaria, quizá no adecuada para lectores afectables; una joya.