Pedro Padilla
Habitualmente, cuando hablamos de un autor, establecemos líneas, semejanzas y reflejos. Estas construcciones mentales acaban por llevarnos a otros autores. Las temáticas, el estilo y las corrientes nos sirven para agrupar a los escritores. Para hablar de varios cuando pretendemos referirnos solo a uno.
Con Philip K. Dick también pasa esto. Sucede, sin embargo, que su obra destaca por tanta personalidad que a la hora de establecer paralelismos no se me vienen a la cabeza otros autores con los que Dick comparte tiempo o miedos, sino que son las propias incertidumbres del autor las que configuran inevitablemente su temática y narrativa.
Philip K. Dick representa como nadie los miedos del individuo post segunda guerra mundial. Ese mundo que en cierta medida, con sus evoluciones e involuciones, alcanza hasta nuestros días. Un mundo en el que no existe enemigo externo. A veces aparecen en los medios de comunicación Iranes, Coreas del norte o Rusias, pero en nuestro día a día no ensayamos la muerte al ataque de ninguno de estos enemigos en potencia. El mal que muerde nuestros sueños vive con nosotros y entre nosotros. Cualquier podría ser un enemigo. Cualquiera podría ser el vecino que mata a sus hijos, que trata de involucrarnos en una estafa piramidal o descubrir nuestros secretos.
En este aspecto, Philip K. Dick es todo un maestro. Además de su miedo a una guerra nuclear, un aspecto que se filtra en un gran número de sus relatos y que alimenta las entrañas de sus novelas como El hombre en el castillo, el miedo a que la realidad no sea la realidad impregna gran parte de sus escritos. Dick temía del gobierno, de que pudiesen estar siguiéndolo o escuchándolo. Antes de su deriva religiosa, que magistralmente narra Emmanuel Carrere en la biografía Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, Dick vivía como un conspiranaico más. Y como no podía ser de otro modo, este miedo acaba por tener cabida en las historias que creaba.
Fluyan mis lágrimas se corresponde con la habitual historia de Dick. Tiene algo que nos recuerda a Ubik, aunque carece de la metafísica de ésta. Tampoco de su inteligente sátira. Quizá más similitudes con Tiempo desarticulado. Se inicia in media res. Existe una guerra o un conflicto pasado, tal vez aceptado. Pero como consecuencia de esto un individuo, en este caso Jason Taverner, verá cómo se tambalea la realidad sobre la que pisa para hacerle perder toda noción de firmeza. Se producirá por lo tanto un necesario proceso de búsqueda de la propia identidad. Lo que nosotros creemos de nosotros mismos no es por necesidad lo que el resto del mundo cree. ¿Hemos perdido la cordura o alguien está tejiendo sus hilos para despistarnos?
Como la mayoría de obras de Dick luce en su inicio y desarrollo, pese a algún altibajo habitual, pero termina de una manera poco satisfactoria. No obstante, merece y mucho la pena su lectura.